Él solo miraba el mar...
Vivía hace unos años cumpliendo su sueño, acariciar la arena y escuchar el sonido de las olas todos los días de lo que le queda de vida.
Pedro era un hombre solitario, de pocas palabras y muchos libros; su casa era humilde, pero con mucha luz, llena de olor a café y galletas porque le gustaba cocinar.
En su pequeño paraíso, cuando caía la noche, se sentaba afuera a observar las estrellas, escuchar el mar a lo lejos y a escribir... Creo profundamente que ni él sabía bien lo que plasmaba en esas hojas.
Lo que nunca imaginó en esos días llenos de sol, brisa suave y tibia es que buscaría su amistad un ser un tanto particular.
Cuando ir a la orilla empezó a hacerse una costumbre de todas las mañanas, Pedro descubrió que había una gaviota que siempre se paraba al lado de él.
Pero él solo miraba el mar...
Hasta que un día notó que el ave lo miraba, también notó que tenía una mancha en forma de estrella en su ala derecha, y ahí descubrió que era siempre la misma gaviota que se acercaba.
Cuando él la miraba, ella miraba el mar, y cuando ella lo miraba, él miraba el mar.
Y así se acostumbraron los dos, a lo largo de toda la primavera, a acompañarse, en silencio, siempre a la misma distancia, pisando el mismo suelo y dirigiendo la mirada hacia el mismo horizonte. Los dos miraban el mar, a veces al mismo tiempo, a veces turnándose, pero ese era su ritual:
Mirar el mar, acompañarse, en silencio, sin entender mucho, sin entender nada ni tampoco necesitarlo.